Estaba
deleitándome con un vino de Navarra cuando sonó el teléfono. Me
pasó el inalámbrico y me dijo: es mi madre. Dice que ha encontrado
una botella con un mensaje tuyo.
Puse
cara de disgusto, chasqueé la lengua y contesté. Había aprendido
que a los yernos no les suele gustar su familia política. Marina, mi
mujer, me miró decepcionada, como de costumbre, y salió de la
habitación. Al oír mi voz, mi supuesta suegra dejó de fingir. La
comandante 543T me reclamaba. La botella de vino que con la que
comimos el domingo pasado llevaba las últimas pinceladas de nuestro
plan. “
.. Y con una pizca de pánico, se convierten en una sociedad líquida,
vulnerable y destructible”.
Años y años de trabajo involucrados entre la raza humana habían
dado su fruto. Conocíamos sus costumbres, sus miedos, sus temores,
sus sueños. Por fin, las piezas encajaban. Sabíamos cómo
destrozarlos. Era hora de llevar a cabo nuestra misión.
Disimuladamente,
colgué el teléfono. Saboreando el último trago de vino, apreté el
botón. Una densa nube de humo cubrió el sol. La gente salió a la
calle, alterada. Las alarmas no dejaban de sonar, los niños
lloraban, y un ejército de seres extraños bombardeó la calma. La
ciudad empezó a arder, tal y como habíamos planeado. Ese pequeño
planeta llamado tierra por fin sería nuestro. Eso sí, me encargué
de que las viñas no fueran dañadas. ¡Para algo bueno que tenían
los humanos!